miércoles, 29 de junio de 2011

Hogar

«De donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir
también, según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas
por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo»

Anaximandro.


Había retornado después de mucho tiempo, de muchas promesas incumplidas, de varias cartas escondidas bajo la mesa pasadas con un cuba libre que sólo Marta sabe preparar. Por eso le extraño tanto estar en el asiento de aquel bus con dirección a aquella ciudad. La lluvia azotó la ciudad esa noche. Todo olía a barro y humedad. La estación de buses estaba repleta de tipos durmiendo, amarrados a un café o a una petaca y un cigarro machucado. Uno de ellos se acercó a él y con su diente ausente le pidió un cigarro. Sin dejar de mirar la ventana que se abría en su boca, que sólo alumbrada una oscuridad de callejón del Bar, le dio el cigarro. No mucho después estaba dentro de su boca. Estaba, por señalarlo de alguna manera que es lo que me permite este momento de ron y un tabaco interminable, dentro de otras bocas, de muchas salivas y dientes. Por eso, y tal vez sólo por eso y no otra cosa, al entrar al Bar, al momento que abrió la puerta y su zapato mojado rechino contra la madera suelta del piso, todos dejaron sus vasos para mirarlo. Todos volvieron.

Pidió una cerveza y luego algo más fuerte. Llegaron los que siempre se sentaban en ese lugar, se sentaron. Hubo saludos, abrazos y vulgaridades de ese tipo – que a juzgar por su rostro –detestaba. Odiaba los apodos de moda. Odiaba la moda de ellos. Odiaba, principalmente, a ellos. Uno de los ‘ellos’ le pidió un cigarro y lo fumo lleno de sangre. No hay austeridad en las formalidades, ni menos en las que corresponden a esta clase. No hay palabras directas. Hay recuerdos modificados y exagerados: oraciones que comienzan con un “te acuerdas de” para pasar a algo que nadie – realmente – recuerda y terminar todos riendo. Y viene la quinta copa – si es que conté bien – las interminables cajetillas sobre la mesa. Hasta que uno dice “ya.” y todo queda en silencio. Y ese punto – que existe pero no se oye – queda en el espacio como si todo hubiese sido comprimido dentro de una pequeña caja. Y sin querer decirlo, los ‘ellos’ y ‘él’ comparten miradas que sólo existe en un lenguaje de conocidos y de los olvidados que no se pueden olvidar. De un trago que no terminó bien. De amistad con deuda. (Porque todos, finalmente, tenemos una deuda, que necesariamente hay que pagar. Porque no es que uno se escape, uno puede esconderse, pero como la muerte – si se me permite la analogía – te persigue hasta que te encuentra, escondido bajo la mesa o la cama, tras la botella o delante de ella. Pero no vale la pena escapar. Los túneles son largos y oscuros. Pero hay salida. Hay sólo una salida. Al igual que los callejones. Tienes una salida. Porque es como si en realidad un montón de flores florecieran al mismo tiempo, como si un montón de pájaros pasara sobre algún hombro en los últimos días del otoño. Una carta pasa bajo la puerta. (Y usted lo sabe mi amigo, lo sabe muy bien.) Son señales que jamás de olvidan, de un gesto que viene de atrás, que queda marcado en las arenas y en las bancas de las plazas de donde usted estuvo. Compartamos una botella y seguimos hablando.) Por eso salieron. Corrieron sus sillas casi al unísono y todos salieron del lugar sin mirar a otro lugar que al piso.

Unas cuadras más abajo, donde el barro es más profundo y suele atrapar a los gatos perdidos haciéndoles volver a su más profundo origen, como en una vieja sentencia, exigiéndoles el pago de su deuda, su retribución completa, caminaron dejando sus marcas en el lodo.

Todo está en su lugar en el hogar. Todo que se va es recibido nuevamente, quien muere o quien vive. Quien vuelve y los otros los recuerdan. Lo supo claramente una vez que su sangre, retornando y como si hiciese un pacto con el barro, corría entre sus dedos fríos.

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